Nro 02 Viajar & Disfrutar

Drama reptil en Bolivia

Escrito por Julián Canabal

En enero del 2014 cinco chicos decidieron aventurarse por Bolivia en su primer viaje de mochileros. Entre ellos, estaba yo. Para entonces tenía dieciocho años y, al igual que ahora, muchas ganas de viajar. Sin embargo, no todo siempre sale de acuerdo a lo planeado y eso, a veces, es lo que termina haciendo de los viajes una experiencia única.

Luego de pasar unos treinta metros de frontera el paradigma cambió abruptamente. Otros eran los códigos, ya otros eran los colores, las miradas, las comidas, las casas y las calles; la atmósfera en sí era otra. Llegamos a Bolivia. Con los sentidos agudizados, las primeras diez cuadras, intenté captar cada detalle, cada rareza; quise empaparme de este nuevo lugar, como si de ello se tratara ser un viajero. La verdad es que estaba anonadado por tanta cosa nueva y maravillado por la idiosincrasia boliviana. Sin antes detenernos en llamativos puestos que estaban dispuestos a lo largo de la calle principal, nos dirigimos a la terminal de Villazón, en donde varias mujeres gritaban los nombres de distintas ciudades bolivianas en un tono muy simpático y pegadizo; tal es así que entonamos estos gritos a lo largo del resto del viaje. Compramos el primer pasaje a Tupiza en donde se suponía que debíamos tomarnos un tren al cual nunca llegaríamos. Ver por dentro y fuera el micro que nos conduciría a destino fue el detonante que me hizo comprender que estaba en un lugar realmente nuevo y que detrás había quedado La Quiaca y, con esta, Argentina. Cuando creí que este viaje en micro sería bizarro no sabía lo que me esperaba.

IMG_5226

De viajes en micros se trata entonces. Aquella experiencia inicial fue solo el comienzo de una seguidilla de viajes en distintos medios de transporte que implicaban no solo un mero traslado, sino que conllevaban una agitada y desafiante experiencia. Podría relatar aventuras sobre inusuales minivans por La Paz o transitar la famosa “ruta de la muerte” en un día de mucha niebla en una camioneta destartalada; como también podría intentar explicar cómo se siente que un micro esté al borde del abismo y uno crea que va a morir, y cómo esto se vuelve costumbre a la sexta o séptima vez que ocurre. Pero en esta ocasión, voy a exponer una anécdota entre trágica e hilarante que aconteció en los primeros dos días de estadía en Bolivia.

Al subirnos a aquel primer micro que, según gritó una señora, se dirigía a Tupiza, notamos que el tiempo escaseaba y que necesitábamos llegar cuanto antes para así tomarnos un tren que suponía ser más barato que el resto de los medios de transporte. Nos apresuramos a bajar nuestros bártulos del micro y emprendimos una desesperada corrida de unas cuantas cuadras. Dicha hazaña, que en su momento la vivimos un tanto heroica, debió haberse visto bastante ridícula desde afuera ya que pueden imaginarse cinco jóvenes que, tras haber pasado unos intensos días de viaje, se encontraban pelilargos, con una desprolija barba a medio crecer, vistiendo ropas cansadas, flacos por comer poco y moverse mucho, dominados por una suciedad integral y cargando mochilas cual caparazón que los superaban en tamaño y peso. Debió haber sido lo más parecido a las cuatro tortugas ninjas y su maestro, la rata cuyo nombre no recuerdo.

Debió haber sido lo más parecido a las cuatro tortugas ninjas y su maestro, la rata cuyo nombre no recuerdo.

Lo cierto es que al llegar a la estación el tren se había marchado sin nosotros. Frustrados, decidimos ir a la precaria terminal de ómnibus de la zona. Allí sacamos boletos para ir a Uyuni y pasamos el tiempo haciendo pavadas esperando a que salga nuestro micro. Como es habitual cuando estamos juntos, el tiempo pasó rápido y ya era hora de subir de partir. Contentos y aliviados, con ganas de descansar las deseadas horas que duraba el trayecto, nos subimos y buscamos nuestros asientos. Desconcertado, veo que estos estaban ocupados; entonces amablemente les explicamos a los ocupantes que esos eran nuestros lugares y les mostramos los boletos a modo de prueba. Nos tiran un balde de agua fría; no literalmente, claro. Pero hubiese preferido el baldazo a que nos muestren sus boletos que detallaban los mismos asientos que los nuestros. Acto seguido, fuimos a reclamar al chofer, quien rápidamente se desentendió de la situación.

Volvimos a hablar con la mujer que nos vendió los pasajes y ella nos informó que había habido un error de sobreventa, lamentablemente no nos podía cambiar a otro micro debido a que por aquel día ya no salía ninguno más. No estaba dentro de nuestras opciones viajar al día siguiente, por lo que decidimos volver al micro e intentar llegar a un acuerdo con los lugareños que contaban con los mismos números de asientos. Pero fue en vano, no estaban dispuestos a negociar. Entre ellos se encontraban una nena de no más de diez años y un señor mayor, por eso decidimos no insistir. El micro arrancó y nosotros nos estábamos parados, tal cual estaríamos en el 60. Luego de media hora y viendo que anochecía, entendimos que no íbamos a pasar la noche entera parados y formamos una fila india a lo largo del pasillo.

Al cabo de una hora y media, aproximadamente, sentí que mi cuerpo había adoptado permanentemente aquella incómoda posición y que si no me movía inmediatamente quedaría momificado. Pero, a su vez, si tan solo atinaba a moverme, inevitablemente despertaría a mi sucesor y a mi antecesor en la fila india y estos a sus respectivos, que trabajosamente habían logrado caer en un frágil y liviano sueño. Me hice fuerte y me auto-convencí que tarde o temprano se me dormirían las piernas al punto de no sentirlas, lo cual haría un poco más ameno el sufrimiento. Al borde de la desesperación, en el silencio de la noche, escuché un golpe seco próximo a mí y, al instante, una queja. Comprobé que la pesada mano de un pasajero había resbalado del apoyabrazos cayendo en picada hacia el mugroso rostro de uno de mis compañeros de viaje mientras este dormía. Aquello, de alguna manera, me alegró porque ya no estaba solo. Fastidioso, mi amigo, se despertó y, junto con él, vino la suerte. No más de cinco minutos después de lo sucedido, el micro comenzó a desacelerar hasta detenerse por completo y el chofer expresó en voz alta que el motivo de la parada era para ir al baño. No podía haber recibido mejor noticia. Mientras que los demás dormían, Juan y yo bajamos a estirar las piernas, respirar aire fresco e ir al baño.

Fuera del micro, dimos con un pueblo desolado, como abandonado, casi fantasma, en el medio de la noche. Miramos a nuestros alrededores y no divisamos ni un lugar abierto, ni un baño a la vista. Entonces le preguntamos al chofer dónde estaba el baño, a lo cual nos respondió de forma cortada que siguiéramos al señor que se acababa de bajar. Al seguirlo en el frío de la noche, nos sumergimos entre las casas a través de angostos pasillos hasta que el laberinto nos condujo a un lugar descampado que disponía de una serie de rieles abandonados. En ese momento me asaltó la siguiente duda: o los bolivianos tienen inusuales costumbres para llevar a cabo sus necesidades fisiológicas o este amable señor tenía la intensión de violarnos. Esta perturbadora incertidumbre se intensificó cuando el señor comenzó a bajar la bragueta de su pantalón; pero, afortunadamente, se apaciguó cuando comenzó a orinar.

Para cuando nosotros comenzamos a orinar, llegaron cuatro señoras vestidas de botas, chaquetilla, con el típico sombrero bombín, cubiertas por una manta y en la parte inferior una pollera. Levantándose esta última, se pusieron de cuclillas. Nosotros, cambiamos de posición para ocultar nuestras partes íntimas de las señoras, que bastante cerca se habían situado. Inmóviles, en la oscuridad, el incómodo silencio abrazador repentinamente se vio interrumpido por una flatulencia escandalosa proveniente de la chola más próxima a nosotros. Mi amigo y yo, infantiles, conectamos miradas y esbozamos una sonrisa en nuestras caras. Juan es una persona de risa fácil y yo deseaba, por respeto, que no se riera en voz alta. Conteniéndola, seguimos en nuestro asunto hasta que el silencio se vio interrumpido nuevamente por una segunda flatulencia aun mayor, motivo suficiente para que mi compañero largue una carcajada incontrolable haciendo que yo también, inevitablemente, me ría de sobremanera. La incomodidad ahora era peor por no poder contener la risa enfrente de la gente, ni poder escapar porque todavía no habíamos vaciado la vejiga. Terminando lo más rápido posible, nos apresuramos al micro y, con sigilo, volvimos a la engorrosa posición tratando de pasar desapercibidos. El micro se completó y arrancó. Nos mantuvimos enmudecidos hasta dormirnos.

¡Todos abajo, nos cambiamos de micro! – gritó el chofer despertándome nuevamente. Bajé alterado, la noche estaba helada. Somnoliento, vi que Juan también había bajado con cara de entender poco; esa misma cara con la que se desayuna un lunes a la mañana, con los ojos entrecerrados y la mirada ida en un punto fijo. Cuando logré interpretar lo que estaba sucediendo, el chofer nos comenzó a explicar que nos había bajado porque el micro se había parado y necesitaba que lo empujemos para intentar hacerlo arrancar. Las víctimas que caímos en la despiadada trampa caminamos hacia la parte trasera del micro viendo las caras de aquellos de sueño pesado pegadas contra las ventanas, realizamos con gran desempeño la tarea y volvimos al micro atontados por el engaño.

Los primeros rayos de sol comenzaron a iluminar el micro. Nos despertamos uno por uno y, tras tomar unos minutos para despabilarnos, nos dimos cuenta que ninguno se había percatado en absoluto de lo que había sucedido. Luego de reír con disimulo tan solo unos momentos, el micro entró en un pueblo e hizo su parada final, un cartel rezaba el nombre Uyuni.

Soy un bicho porteño -con todo lo que eso implica- que salió a ver que hay más allá de su nido y encontró a Bolivia, un lugar que me mostró sus formas, que me pegó y también me acarició. Después de todo, las tortugas ninjas volvieron a las alcantarillas de su ciudad con algunas anécdotas para contar.

IMG_5303

Dejá tu Comentario