Es un sábado de sol, este arde con furia y amerita salir al balcón. Luego de ponerme ropa cómoda y preparar el mate selecciono la canción “Ey paisano” de Raly Barrionuevo y subo el volumen. Me apoyo en la baranda, cebo el primer mate, cierro los ojos y succiono a modo de que el agua macerada con la yerba realice el recorrido ascendente a lo largo de la bombilla y ¡Voilà! En el preciso momento en que el agua se esparce por la boca me sumerjo en un profundo viaje por Santiago del Estero y recorro las sensaciones más intensas que me supo dejar aquella tierra.
Una atmósfera auténtica
En algún lugar del vasto monte, se encuentra ese paraje que hoy, de alguna manera, lo siento propio. Hablo de un paisaje árido, desértico y, aparentemente, poco amable para quien viene de la cómoda ciudad. En ese contexto se abre paso por angostos caminos lo que algunos llaman paraje y otros comunidad; en cuanto a mi criterio, un lugar fantástico. Cada vez que voy a Santiago y me adentro en el campo, la vista se ve estropeada por la cantidad de tierra que levanta el camión que me lleva, el sonido se ve opacado por el ruidoso motor del mismo, el tacto se vuelve nulo al estar dentro del transporte sin contacto con el exterior y el gusto todavía está contaminado por una dieta a base de mate sin poleo, amargo y muy porteño. De esta manera, el sentido restante se agudiza y se convierte en protagonista. Lentamente, el gigante compuesto metálico se arrastra por la tierra mientras el fino polvo se cuela por doquier tan ágilmente como el agua. A medida que nos acercamos a nuestro destino, ya se puede percibir el olor más característico, a mi parecer, de Santiago del Estero. Este es producido por la gente local mediante el uso de su recurso más abundante. En estos campos áridos puede faltar el agua, caminos pavimentados, hospitales, pero si hay algo que sobra, es la leña. El olor a madera ardiendo constantemente se huele desde lejos y, en mi opinión, los árboles de aquel lugar tienen un aroma particular que conquista el aire y genera una atmósfera auténtica.
Un escenario de lo más inspirador
El fuego abraza la leña que cruje, se raja, se revela en forma de chispas zigzagueantes y yo puedo escucharlo todo como si estuviese frente a un fogón nocturno. También escucho cómo los chanchos y las gallinas se alborotan alrededor de los restos de la cena de la noche anterior y cómo los burros merodean por los alrededores acompañados por el sonido del cencerro. Puedo distinguir como la letra “s” se desvanece y la “r” se resbala por las lenguas abandonando esas formas tan drásticas que adoptan en la ribera río platense. Los santiagueños hablan un español cantado y un quichua inentendible, por lo menos para mí. Por las noches, cuando las voces callan, los animales e insectos toman la batuta y llevan a cabo un concierto musical maravilloso. Sin embargo, algunas veces, se produce un desencuentro entre los músicos y nadie emite sonido alguno, se genera un fenómeno increíble por el cual vale la pena permanecer despierto. Se trata del silencio. Simplemente consiste en acomodarse al aire libre y permanecer inmóvil admirando la inmensidad de la nada misma, como si el mundo se hubiese detenido por completo; es un escenario de lo más inspirador. Dicha práctica se puede hacer con los ojos cerrados para intensificar la sensación auditiva o con los ojos abiertos para dejarse deleitar por las estrellas. Si la noche está nublada se nos presenta el mejor de los casos: oscuridad y silencio absoluto.
El cielo es el protagonista
La noche juega un rol determinante y el cielo es el protagonista. No quiero desmerecer al resto de los factores pero de amaneceres a resplandecientes mediodías y de atardeceres a noches increíblemente estrelladas, es este componente del paisaje el que se lleva todas las miradas. No obstante, es hermoso mirar el cielo y que esté apoyado sobre el monte que le regala una serie de siluetas silvestres. Si nos encaminamos hacia ellas, nos sumergiríamos a través de algún hueco a sus interiores tupidos, estrechos y salvajes, lugar en le que no queremos estar de noche. Y ya que la nombramos, la noche, es mi momento favorito del día santiagueño. Da lugar a un mar de estrellas que intentar describir mediante palabras sería un insulto. En las noches nubladas, la oscuridad es imponente y equivale a estar con los ojos cerrados. Y para plasmar todas sus facetas, en las noches de luna llena no hace falta prender una linterna.
Sabor a sencillez
Personalmente me interesa mucho la gastronomía y, si bien me parece una excelente idea ir a un restaurante y pedir cordero patagónico maridado con un Cobos Malbec 2006, más valioso encuentro comer una tortilla acompañada con mate bajo la sombra de un quebracho colorado porque sostengo lo dicho por Alejandro Frango en “El gastrósofo antropófago”: la cocina es un aspecto fundamental de cada lugar, nos permite conocer su cultura, su contexto, su tierra y sus productos. Entonces ¿A que sabe Santiago del Estero? A sencillez, la misma que describe a las personas de Santiago. A mate dulce con poleo y a tortilla a las brasas. El poleo es una planta que recogen de sus suelos que, junto con el agua de lluvia extraída de los aljibes y una buena cantidad de azúcar, forman el distintivo mate de Santiago del Estero.
El efecto milanesa
La mayoría de veces que tuve la oportunidad de ir a Santiago del Estero fue en verano. Una cosa es haber escuchado rumores sobre la temperatura de esta región y otra cosa es caminar una hora y media al mediodía, sin agua y perseguido incansablemente por el sol y sus amigos, los despiadados rayos. Al suceder esto día tras día, es inevitable guardar la nítida sensación del sol sobre en el cuerpo mientras el polvo que levantan nuestros pasos se pega a la piel transpirada. ¿Qué es en definitiva el resultado de esta tragedia? Bueno, me gusta llamarlo el efecto milanesa; somos un pedazo de carne rebozado y quemado. Debido al calor, por la noche dormimos con amigos al aire libre sobre bancos para evitar ser el alimento de una lampalagua, que es un tipo de boa, o la víctima de la picadura de una tarántula, un alacrán o una serpiente coral. Cada noche, después de compartir largas charlas nos vamos a acostar y cada uno se sumerge en su mundo observando el cielo, con los auriculares puestos o escuchando el concierto de los seres nocturnos mientras que reflexionamos sobre vaya uno a saber qué, hasta que uno por uno nos vamos quedando dormidos. No hay sensación tan agradable como la brisa que sopla suave en nuestras caras, como si nos acariciara mientras nos dormimos. Es inevitable abrir los ojos y encontrarse sonriendo.
Creo fundamental, de tanto en tanto, recorrer estos recuerdos inspiradores. Y qué mejor manera de hacerlo que a través de esos olores, texturas, gustos, sonidos o vistas que nos toman por sorpresa y nos trasladan inmediatamente a ciertos recuerdos arrinconados en nuestra memoria que, al salir a flote, nos pintan una sonrisa. Dedico así estas líneas a los viajes sensoriales hacia pasados inolvidables y también a aquellos que se encuentran en los confines más remotos de nuestra memoria.